Antonio González *

 

 

HACIA UNA FILOSOFÍA PRIMERA DE LA PRAXIS.

 

 

 

* Artículo publicado en Mundialización y liberación, Alvarado y Gandarias (eds), Managua, 1996, pp. 327-358 

 

 

 

 

Al principio de todos los principios: ... que todo lo que se nos da originariamente (con su viva realidad) en la "intuición", ha de ser aceptado tal como se da, pero solamente en los límites en los que se da.

Edmund Husserl

 

 

Ya en tiempo de Sócrates la filosofía fue considerada como una tarea inútil. Sin embargo, la historia y los contenidos fundamentales del pensamiento humano son difícilmente comprensibles sin la existencia de la filosofía. Ello no obsta para que en los dos últimos siglos se haya impugnado repetidamente la posibilidad misma del saber filosófico, abogando por su definitiva sustitución por las ciencias. En los años más recientes, la filosofía tiende a ser excluida de los planes de estudios, y en ocasiones se ve confinada al anaquel de los saberes esotéricos. Es cierto que los propios filósofos profesionales, con sus dogmatismos de escuela, pueden ser en buena medida responsables de esta incomprensión. Pero tampoco hay que olvidar que los enemigos de la filosofía son frecuentemente quienes temen al pensamiento crítico por hallarse muy a gusto con la desorientación de la humanidad contemporánea. La filosofía tiene que reclamar sus fueros justamente mostrando su necesidad y su capacidad para enfrentar adecuadamente los graves problemas que afronta la praxis humana en el mundo.

 

1. La desorientación de la humanidad contemporánea

Hace unas pocas décadas, la mayor parte de los intelectuales del planeta creía saber con cierta seguridad hacia dónde se dirigían los destinos de la humanidad. Ya se tratara de intelectuales marxistas como de intelectuales liberales, tanto unos como otros contaban con ciertas concepciones acerca del desarrollo futuro de la historia humana, y además juzgaban que ese desarrollo era éticamente saludable. En la actualidad, se ha impuesto la conciencia de nuestro desconocimiento sobre ese futuro, y las predicciones que algunos se atreven a esbozar son frecuentemente pesimistas. Ésta es una situación que podemos caracterizar como de desorientación. En esta situación, unos pensarán que son las ciencias las que tienen que aclarar el futuro de nuestra especie, mientras que otros confían más en las tradiciones morales y religiosas de los distintos pueblos. Sin embargo, tanto unas como otras no están exentas de grandes limitaciones.

La civilización occidental puede mostrar con orgullo a las ciencias naturales como uno de sus logros más exitosos. Las posibilidades técnicas abiertas por las ciencias contemporáneas han transformado la faz de la Tierra, nos han lanzado al espacio más allá de la misma, y han abierto posibilidades insospechadas a la praxis humana. Sin embargo, sobre la ciencia y sobre la técnica se alzan importantes interrogantes. Por una parte, ellas se han mostrado capaces de poner fin a la humanidad en su conjunto, ya sea por medio de una repentina catástrofe nuclear, ya sea mediante un proceso más lento de deterioro del medio ambiente y de agotamiento de los recursos naturales. Por otra parte, las posibilidades técnicas abiertas a la praxis humana solamente se resultan fácticamente accesibles a un número reducido de personas, en su mayoría habitantes de los países industrializados. Esperar que estas posibilidades técnicas alcancen a toda la humanidad resulta ingenuo si pensamos que ya hoy la civilización industrializada está amenazando la vida sobre el planeta. Si los miles de millones de personas que hoy pueblan la Tierra desarrollaran el mismo nivel de vida del que disfruta una quinta parte de la humanidad, la existencia sobre el planeta resultaría imposible. Es indudable que estos problemas requieren una solución técnica, de modo que no se podrá alcanzar una convivencia pacífica y digna para toda la humanidad sin la contribución de las ciencias. Sin embargo, cada día resulta más obvio que estas ciencias requieren una orientación racional.

En cierto tiempo se pudo pensar que esta orientación racional de las ciencias naturales podría provenir de las llamadas ciencias humanas y sociales. Ellas serían capaces de informarnos sobre sobre las distintas fases de la historia humana, sobre las distintas formas de organización social, y sobre el futuro de la especie en su conjunto. Sin embargo, las ciencias humanas y sociales no han logrado realizar este cometido. Por una parte, su eficacia para predecir el comportamiento humano, tanto individual como colectivo, resulta enormemente limitada. Las grandes construcciones, presuntamente científicas, sobre el provenir de la sociedad humana han fracasado estrepitosamente. A diferencia de las ciencias naturales, las ciencias humanas y sociales no logran anticipar con rigor el desarrollo de los acontecimientos, con lo que difícilmente se puede esperar de ellas una orientación fiable de la actividad humana. Por otra parte, las ciencias humanas y sociales, justamente por su pretensión de ajustarse al paradigma de las ciencias naturales, están constantemente enfrentadas a la tentación de tratar los objetos de su estudio como meras realidades naturales, excluyendo de su campo de investigación toda consideración valorativa. Pero justamente esta aceptación mimética del modelo de las ciencias naturales las hace incapaces de proporcionar a esas ciencias la orientación de la que se hallan necesitadas.

Se podría pensar que quienes en último término han de orientar al género humano no son las ciencias sociales, sino las tradiciones morales y religiosas de los distintos pueblos. Sin embargo, el triunfo universal de la civilización capitalista se ha caracterizado por una profunda erosión de estas tradiciones. Por una parte, la civilización científica y técnica, unida a la economía de mercado, ha ridiculizado los valores morales y religiosos del pasado, y en su lugar ha propuesto un individualismo inmediatista. Ciertamente, ello ha despertado en todo el planeta una nueva sensibilidad hacia las libertades y los derechos personales, y ella constituye un logro innegable de la humanidad. Sin embargo, el individualismo resulta insuficiente a la hora de proporcionar una orientación a la humanidad en su conjunto. Los problemas sociales y ecológicos plantean la necesidad de renunciar a algunos bienes inmediatos en orden a garantizar la supervivencia de las generaciones presentes y futuras. Pero para ello se requiere la adopción masiva de criterios morales que transciendan los bienes inmediatos. Por otra parte, parece difícil encontrar estos criterios en unas tradiciones morales enormemente diversas entre sí y que han surgido para responder a problemas morales muy distintos a los que en el presente afectan a toda la humanidad en su conjunto. Ni los valores de la tradición ni los de la civilización industrial parecen suficientes para responder a los grandes desafíos que esta civilización ha planteado.

Las religiones tradicionales se encuentran con graves dificultades a la hora de proporcionar una orientación a la humanidad actual. En la actualidad, casi todas las grandes religiones atraviesan procesos de sectarización. No nos referimos solamente a las sectas fundamentalistas que aparecen en el interior, no sólo del cristianismo, sino también de otras religiones mundiales. También las grandes religiones adoptan masivamente posturas fundamentalistas, prefiriendo la seguridad de las afirmaciones dogmáticas a la discusión con los nuevos desafíos sociales y culturales. El encuentro entre las civilizaciones provoca reacciones defensivas, de modo que algunas religiones tradicionalmente caracterizadas por su tolerancia se sitúan hoy en posiciones agresivamente nacionalistas, no sólo en los jóvenes Estados del Tercer Mundo, sino también en el seno de la vieja Europa. Paradójicamente, la intención universal de muchas religiones se diluye ahora en un abismo de rivalidades étnicas y de fanatismos excluyentes. Aquellas religiones que desarrollaron en sí mismas un cultivo esmerado de la filosofía como instrumento para dialogar sobre una base racional con personas de todas las culturas, se ven tentadas ahora a convertir los residuos ya fosilizados de viejas filosofías en verdaderos dogmas religiosos sobre los que no cabría argumentar. De esta manera, se renuncia no sólo al sentido originario del recurso a la filosofía, sino también a la misma posibilidad de argumentar racionalmente sobre los contenidos de la propia religión.

En el Tercer Mundo, los graves problemas de la humanidad se hacen presentes con especial gravedad en la vida cotidiana de millones de personas. Ante las mencionadas insuficiencias de las ciencias naturales y sociales, y también ante los límites de las tradiciones morales y religiosas de los pueblos, la filosofía se encuentra ante el desafío de ofrecer a la humanidad contemporánea aquella orientación racional en la que ella misma ha empeñado siempre sus mejores esfuerzos. En los países industrializados, la actividad filosófica parece limitarse a los estudios históricos de las propias tradiciones, a la reflexión sobre las condiciones de diálogo democrático en el interior de las naciones capitalistas occidentales, y a legitimación de la situación actual de la humanidad en nombre de la desorientación misma que ella experimenta, y que a algunos tanto beneficia. Malamente podemos esperar encontrar una orientación alternativa en filosofías fundamentalmente satisfechas con el presente. Por ello parece consecuente pensar que a los pueblos del Tercer Mundo les ha llegado la hora de entregarse a una auténtica interrogación filosófica sobre los grandes problemas de la humanidad. Si en otro tiempo se esperó una orientación de las ciencias sociales y de las filosofías de los países industrializados, hoy en día parece cada vez más obvio que ellas no podrán nunca responder a preguntas que no están dispuestas a plantearse. No se trata de desarrollar ningún nacionalismo intelectual, al estilo de las filosofías folklóricas, sino de responder filosóficamente, ciertamente desde el Tercer Mundo, pero con una perspectiva racional y universal, a los grandes desafíos de la humanidad contemporánea.

 

2. La radicalidad filosófica

No cabe duda de que la filosofía, tradicionalmente, ha pretendido servir como orientadora de la actividad humana en el mundo, respondiendo a las preguntas más radicales que los seres humanos se han formulado sobre la realidad última del universo y de sí mismos. Ahora bien, esto no pasa de ser una pretensión. Podría pensarse que, de la misma manera que las ciencias y los saberes tradicionales, también la filosofía ha fracasado a la hora de proporcionar alguna orientación coherente a la humanidad. Envuelta en permanentes y vanas polémicas de escuela, la filosofía adquiere frecuentemente el aspecto de una exposición arbitraria de los gustos e inclinaciones del respectivo filósofo. Más que de filosofía, habría que hablar de una pluralidad de tradiciones filosóficas, sin que parezca haber más razones para la adscripción a una de ellas que las simples modas intelectuales, las casualidades biográficas o la coincidencia con las preferencias y los intereses de determinados grupos sociales. Cabría entonces argüir que, si bien las ciencias no han logrado proporcionar una orientación satisfactoria a la humanidad, por lo menos hay en algunas de ellas una cierta unanimidad en los métoso y un progresivo avance en la aplicación de sus resultados. Por eso se podría pensar que, si bien ellas no están todavía en condiciones de orientar la actividad humana en el mundo, lo estarán en el futuro. A diferencia de la pluralidad y la arbitrariedad de las escuelas filosóficas, las ciencias sí podrían responder de un modo riguroso y verificable a los grandes interrogantes y problemas de las humanidad.

Por más atrayentes que nos parezcan estos razonamientos, están sin embargo cargados de contradiciones internas. En realidad, las ciencias occidentales, con sus impresionantes logros técnicos, son parte de la actividad humana que necesita de orientación. La ciencia, para orientar la actividad humana en su conjunto, tendría que reflexionar también sobre la actividad científica, pues ella desempeña un papel esencial en la vida y en la muerte de la humanidad contemporánea. Por ello, nuestra búsqueda de orientación necesitaría de una ciencia que se ocupara de las ciencias mismas, determinando el alcance de su conocimiento, el valor del mismo, y los límites a los que ha de estar sometida la aplicación técnica de sus resultados. La ciencia destinada a responder a los graves problemas de la humanidad contemporánea tendría que ser, entre otras cosas, una verdadera "ciencia de las ciencias". Ella integraría todos aquellos datos que nos proporcionan las distintas ciencias particulares sobre los procesos químicos, biológicos, psíquicos y sociales que intervienen en la actividad científica. Solamente así las interminables disputas de las teorías filosóficas del conocimiento serían sustituidas por una auténtica ciencia ocupada en estudiar la actividad científica misma.

La contradicción interna de este proyecto consiste en que vanamente se puede esperar que una ciencia sea capaz de fundamentar a todas las ciencias. Por "fundamentación" entendemos aquí la determinación del sentido, el alcance, los límites y el valor de la actividad científica. Una ciencia que fundamentara a las ciencias también sería una ciencia, y tendría por tanto necesidad de fundamentación. Para ello necesitaríamos de una nueva ciencia, que fundamentaría a la "ciencia de las ciencias". Pero esta nueva ciencia estaría a su vez sin fundamentación. La neurología, la psicología, la sociología del conocimiento y todas las demás disciplinas que nos informan sobre los procesos que intervienen en la actividad cognoscitiva humana son sin duda muy legítimas como ciencias. Pero ellas no pueden cumplir la labor de fundamentación de las ciencias sin caer en contradicción internas. La teoría de la evolución nos puede explicar, por ejemplo, que la inteligencia humana ha surgido en función de necesidades biológicas de la especie. Hasta aquí no hay nada que objetar. Pero a partir de estos datos se puede elaborar una teoría sobre las ciencias, diciendo que éstas no pueden obtener verdades, sino solamente adaptaciones evolutivas al entorno. Para ser verdaderamente consecuentes, esta teoría tendría que afirmar que todas sus afirmaciones sobre la evolución y sobre la verdad son también simples adaptaciones evolutivas carentes de verdad. Y esto es una flagrnate contradicición [1].

En realidad, un discurso sobre las ciencias, sobre su verdad y sobre sus límites es perfectamente legítimo. Pero es un discurso distinto del que es propio de las ciencias. Una ciencia que fundamente a las ciencias necesita ella misma estar fundamentada como ciencia. La discusión sobre la orientación de la actividad científica nos sitúa en un nivel completamente distinto del que es propio de las ciencias. Es el nivel de la filosofía. Pero, ¿estamos entonces condenados a la arbitrariedad de las escuelas filosóficas? ¿No podremos salir nunca del caos de las afirmaciones dogmáticas y de las modas filosóficas? ¿Tendremos que contentarnos con la simple exposición en jerga filosófica de lo que en realidad no son otra cosa que inclinaciones ideológicas y preferencias sociopolíticas? ¿O tendremos que limitarnos, como en la vieja Europa, al estudio erudito de las filosofías del pasado, consolándonos con que éste es el único trabajo en filosofía en el que se puede esperar un mínimo de rigor y de objetividad, especialmente si las investigaciones son acompañadas por un ingente aparato bibiográfico?

Una filosofía que realmente pretenda buscar una orientación para el conjutno de la praxis humana en el mundo se tiene que mover, tal como hemos visto, en un nivel diferente del que es propio de las ciencias. La filosofía no puede ser un simple resumen enciclopédico de los conocimientos científicos, sino que tiene que preguntarse precisamente por el sentido, el valor, el alcance y los límites de todo conocimiento científico. Ahora bien, situarse en un nivel distinto de las ciencias no implica tener que renunciar a ciertos caracteres del conocimiento científico. Si la filosofía ha de servir como orientación a la humanidad contemporánea, tiene que producir resultados que resulten accesibles más allá de las fronteras de las escuelas, de las etnias y de las culturas. La filosofía, al igual que las ciencias, ha de ser capaz de justificar sus afirmaciones con independencia de los presupuestos propios de cada tradición cultural, de cada religión, de cada escuela filosófica y de cada grupo étnico. Por eso, la filosofía tiene que aspirar a constituirse en un saber libre de presupuestos. Ciertamente, las ciencias, cargan con innunmerables presupuestos de índole religiosa, cultural o filosófica. Pero ninguna ciencia piensa que sus presupuestos están justificados por su antigüedad, o porque el presupuesto sea propio de la etnia a la que el filósofo pertenece. La filosofía, si aspira a buscar una orientación para la humanidad contemporánea, no puede admitir en su seno ningún presupuesto no justificado, por mucho que este presupuesto esté adornado con algún gran nombre del pasado o del presente.

Además, en la medida en que la filosofía destierre de su territorio toda suposición no justificada, estará capacitada para criticar la aparición ilegítima de la misma en todas las ciencias y en todos los saberes de la humanidad. Para ello, la filosofía tiene que situarse en una perspectiva que sea accesible a todos los seres humanos, con independencia de los gustos, las tradiciones, las inclinaciones y las ideologías con las que cargan las personas y los pueblos. Esto exige encontrar una primera verdad que esté radicalmente justificada y en la que, por tanto, no se haya introducido ningún presupuesto ilegítimo. Esta primera verdad la tiene que obtener la filosofía de sí misma, de sus propias fuentes. No puede apelar a las ciencias ni a otros saberes, por muy rigurosos y exitosos que sean, precisamente porque la filosofía no puede comenzar presuponiendo aquellos saberes que quiere fundamentar. La verdad primera tampoco puede proceder de la historia de la filosofía, pues entonces ya estaríamos suponiendo una tradición determinada, sin haberla justificado previamente. La filosofía tiene que obtener una verdad que se justifique por sí misma, sin apelar a ninguna verdad anterior. En este sentido (y sólo en éste) la filosofía es un saber "absoluto", pues está verdaderamente "suelto" de todo otro saber.

La filosofía es, por ello, saber primero y radical. No se trata de una anterioridad cronológica ni biográfica. El científico no necesita hacer primero filosofía para realizar después sus tareas científicas. La filosofía es un saber primero en el orden de la fundamentación de los saberes. Tal vez el científico preste en su vida la más mínima atención a la filosofía. Ello, sin embargo, no elimina la necesidad de una pregunta filosófica por el sentido, el valor, el alcance y los límites de toda ciencia y de todo saber. En esto consiste precisamente la radicalidad de la filosofía. Solamente si la filosofía es capaz de convertirse en un saber radical, podrá aspirar a orientar la actividad humana en el mundo. De lo contrario, la filosofía se limitará a repetir el saber de las ciencias, de las religiones, de las cosmovisiones o de las ideologías. Solamente como un saber radical, la filosofía es un saber libre. La libertad de la filosofía consiste justamente en una independencia frente a todos los presupuestos, tantas veces deshumanizadores, acumulados en las ciencias y en los saberes. La filosofía, como un saber libre, puede entonces aspirar a liberar a otros. La filosofía liberadora no es repetición de otros saberes, sino que ha de comenzar por constituirse como un filosofar libre, enfrentado con la radicalidad de las verdades primeras.

A partir de esas verdades primeras, la filosofía ha de producir resultados accesibles a todo estudioso, por encima de las simpatías de escuela, de las tendencias ideológicas y de las pertenencias étnicas de cada pensador. Obviamente, estas simpatías, tendencias y pertenencias existen, y se hacen presentes también en la filosofía. Sin embargo, la tarea de la filosofía consiste precisamente en desenmascarar tales presupuestos, mostrando su carácter injustificado y su capacidad de introducir distorsiones en nuestra argumentación. Esta voluntad filosófica de liberación de todos los presupuestos no obsta para que la filosofía misma pueda encontrar en su propio discurso muchos prejuicios carentes de justificación. La historia de la filosofía nos proporciona ejemplos suficientes de ello. Pero esto no constituye, en realidad, ninguna objeción contra la filosofía. Al contrario: el descubrimiento de presupuestos, ya sea para su justificación o para su eliminación, es una muestra fehaciente de que la filosofía es capaz de producir verdaderos resultados. La filosofía, a diferencia de las ciencias, no progresa obteniendo nuevos datos y explicaciones sobre lo que acontece en las distintas regiones del universo. La filosofía avanza precisamente descubriendo presupuestos. Y es que, en la medida en que lo hace, su verdad primera se libera de todo lo que no le pertenece, adquiriendo así un perfil más determinado una justificación cada vez más plena. La historia de la filosofía no consiste en un elenco de opiniones arbitrarias. En ella hay también un estricto progreso en la búsqueda de una verdad primera radicalmente justificada.

Obviamente, no podemos en estas breves líneas examinar la historia de la filosofía en su conjunto para detectar en ella los avances alcanzados en la eliminación de presupuestos y en la determinación de una verdad primera. Sin embargo, esta limitación no nos imposibilita para proseguir nuestra investigación: los resultados de la filosofía en su historia se han de justificar por sí mismos también en la actualidad, con independencia de que hayan sido formulados en el pasado o porque el nombre de algún gran pensador esté unido a ellos. Estas páginas son también limitadas en otro sentido: en ellas no podemos llevar a cabo un tratamiento exhaustivo de la ingente cantidad de problemas que tiene que resolver una filosofía que pretenda satisfacer las expectativas formuladas en los apartados anteriores. Aquí tendremos que limitarnos a esbozar, de un modo somero, los caradcteres propios de un proyecto filosófico de esta índole. Para ello podemos comenzar procediendo de modo negativo, es decir, delimitando ese proyecto frente a determinadas concepciones filosóficas que, aunque muy cercanas a la nuestra, tendrán que ser abandonadas en ciertas encrucijadas decisivas. Se trata de las filosofías de Husserl y de Zubiri.

 

3. El "idealismo" transcendental

Se podría penar que la idea de una filosofía como saber primero y radical nos va a abocar necesariamente a un idealismo de corte fenomenológico. Ciertamente, en Husserl nos encontramos con la formulación inequívoca de un concepto de filosofía como saber primordial, destinado a orientar a una humanidad amenazada, como en nuestro tiempo, por la arbitrariedad y el irracionalismo. Guiado por este ideal, Husserl puso en marcha uno de los movimientos filosóficos más radicales y prometedores del siglo XX. Ello no obsta para que en su realización concreta este proyecto cargue con algunas presupuestos de difícil justificación.

La fenomenología propone encontrar nuestra verdad primera mediante un movimiento de reflexión. Nuestros actos de pensamiento, de percepción, de imaginación, de volición, etc., están todos ellos volcados sobre objetos pensados, percibidos, imaginados o queridos. La reflexión filosófica se caracterizaría por prescindir de estos objetos y volver nuestra atención sobre los actos mismos. Todas nuestras suposiciones y afirmaciones cotidianas sobre los objetos del mundo real están cargadas de prejuicios que hemos tomado de nuestra cultura, de nuestra religión, de las ciencias contemporáneas, de cualquier moda intelectual o de cualquier ideología. En cambio, nuestros actos tienen el carácter de verdades primeras, absolutas respecto a toda otra verdad, inmediatas y perfectamente accesibles para todos sin necesidad de suponer ninguna ciencia, ninguna religión, ninguna cultura ni ideología. Las cosas que percibimos pueden ser en realidad muy distintas a como se presentan en nuestro acto de percepción. En cambio, el acto mismo de percepción tiene una verdad intrínseca, con independencia de toda presuposición sobre la realidad de las cosas más allá de ese acto.

Hasta aquí, el planteamiento de Husserl resulta perfectamente irreprochable, y se sostiene por sí mismo, prescindiendo que haya sido formulado por Husserl, Descartes, o cualquier otro pensador en la historia de la filosofía. Ahora bien, los verdaderos problemas se presentan a la hora de determinar los contenidos de estos actos, distinguiéndolos de aquello que está más allá de los mismos. Es lo que en el lenguaje filosófico técnico se suele denominar lo "inmanente" a nuestros actos a diferencia de lo "transcendente", es decir, de lo que está más allá de los mismos.

En el año 1907 Husserl señala dos sentidos posibles del término "inmanente" a diferencia de lo transcendente [2]. En primer lugar, se podría pensar que inmanentes son los actos perceptivos, imaginativos, intelectuales, volitivos, etc. En cambio, lo transcendente serían simplemente las cosas reales, independientes de estos actos, y que son términos de nuestras percepciones, imaginaciones, intelecciones, voliciones, etc. Se trata, fundamentalmente, de la idea de inmanencia que manejó la filosofía moderna hasta nuestro tiempo. Ahora bien, Husserl señala que, a poco que observemos este concepto de lo que es inmanente a nuestros actos, comprobaremos que es insuficiente y que necesitamos una segunda determinación más precisa de la inmanencia. Y es que, en nuestros actos están también presentes las cosas, en el sentido más amplio de la expresión. No se trata de las cosas reales tal como son en sí mismas con independencia de nuestros actos, sino que se trata de las cosas tal como se hacen presentes en los mismos. Nuestros actos no son recipientes vacíos, sino ventanas abiertas a la presencia luminosa de todas las cosas del mundo. Por eso, el ámbito de lo inmanente incluye también todas las propiedades de las cosas presentes en nuestros actos, aunque sólo en la medida en que están presentes en los mismos. Con ello Husserl abandona decididamente la filosofía moderna, y su idealismo adquiere un sentido radicalmente distinto del que pudo tener cualquier idealismo clásico.

Esta concepción de la inmanencia no sería problemática si no hubiera sido ampliado por Husserl a partir del año 1910, con la introducción de un nuevo concepto de lo inmanente [3]. Husserl observa que, a la hora de estudiar cualquier acto perceptivo, tengo que admitir que éste solamente resulta posible en virtud de una cierta retención, que me permite percibir las cosas no como un simple caos de datos sensibles siempre variables, sino como una unidad permanente dotada de sentido. Esto significa entonces que nuestros actos perceptivos implican ciertas instancias que, si bien no están explícitamente presentes en cada acto, están sin embargo implicadas en los mismos. Y estas instancias interesan especialmente a la fenomenología, precisamente por que ellas son las que nos pueden aclarar la constitución de las cosas en nuestros actos como unidades con sentido. Por ello Husserl propone una ampliación de la inmanencia fenomenológica, de manera que ella incluya no sólo lo actualmente dado en nuestros actos, sino también todo lo que se puede dar en ellos y todo lo que está implicado en los mismos [4]. Es lo que Husserl llama "una transcendencia en la inmanencia fenomenológica" [5].

Al considerar como inmanente a nuestros actos todo lo que está implicado en ellos, Husserl abre la puerta a la conversión de la fenomenología en un idealismo transcendental. Es cierto que ya en sus primeros escritos no hay una distinción muy rígida entre los actos mismos y el sujeto que los ejecuta. Sin embargo, todavía en el año 1900, Husserl afirmaba, frente a los neokantianos, que no era capaz de encontrar ningún "yo puro" como centro de todos nuestros actos, de modo que la fenomenología habría de contentarse con el "yo empírico", es decir, con el "yo" tal como aparece en los actos [6]. Es interesante observar que en el año 1910, es decir, en el momento en que Husserl amplía el ámbito de lo inmanente a todo lo implicado en nuestros actos, admite explícitamente la posibilidad de que la fenomenología se encuentre en su propio campo no sólo con un yo empírico, sino también con un "yo puro" [7]. Este "yo puro" podría no estar dado explícitamente en ninguno de nuestros actos, pero sería algo implicado siempre en los mismos. Tres años más tarde, Husserl ya no tiene ninguna duda al respecto: según él habría un "yo puro" que, más allá de los perpetuos cambios en todo lo que se presenta en nuestros actos, incluyendo el yo empírico, permanece como algo necesario e idéntico que acompaña todo acto [8]. En nuestros actos estaría siempre implicada una subjetividad pura, porque ella es la que unifica todos los datos presentes en nuestros actos, constituyendo la cosa según algún tipo de regla interna que rige tal unificación [9]. La subjetividad pura es una subjetividad "constituyente", porque ella es la que ordena la multiplicidad de nuestra experiencia constityendo objetos unitarios dotados de sentido [10]. Como Husserl nos dice explícitamente, "las unidades de sentido presuponen una conciencia donante de sentido, que es absoluta y que no es a su vez resultado de una donación de sentido" [11]. Esta conciencia pura es, como Husserl dice explícitamente "una transcendencia en la inmanencia" [12].

De este modo, al instalarnos en una actitud filosófica nos estaríamos siempre instalando en el ámbito de esa conciencia constituyente que ejecuta y acompaña a todos nuestros actos, estando siempre implicada en los mismos. De esta manera, la fenomenología va a convertirse en un "idealismo transcendental". Ciertamente, no estamos ante un idealismo en el sentido usual del término, pues Husserl no niega en modo alguno la realidad del mundo exterior [13], sino que solamente se interesa por el modo en que todas las cosas, incluida la realidad del mundo exterior, puede llegar a tener sentido para una conciencia. Justamente por eso es una filosofía transcendental, pues atiende a la génesis de todo sentido, incluido el de la ciencia, ante la conciencia pura. De este modo aspira Husserl a que la filosofía pueda responder a los grandes retos de la humanidad contemporánea [14]. Sin embargo, en este momento tenemos que preguntarnos si esta tansformación de la fenomenología en un idealismo transcendental es verdaderamente fiel a su proyecto originario.

Cuando introducimos en el campo fenomenológico no sólo nuestros actos sino también la subjetividad que los ejecuta, estamos precisamente introduciendo un presupuesto. Para Husserl, la subjetividad constituyente está implicada en nuestros actos porque es un presupuesto de los mismos. Se podría argüir que se trata de un presupuesto verdaderamente justificado, porque sin una subjetividad constituyente sería imposible explicar la constitución en nuestros actos de ningún objeto con sentido. Ahora bien, la fenomenología podría haberse contentado con el análisis de esas unidades de sentido, sin necesidad de trasladarse a ningún presupuesto de las mismas, por muy justificado que esté. Toda justificación de este tipo significa moverse más allá del ámbito de lo inmediatamente dado. Y con ello se merma la radicalidad fenomenológica, que consistía justamente en admitir solamente lo que se nos da originariamente en nuestros actos, tal como se da y solamente en los límites en los que se nos da [15]. En la medida en que admitimos como inmanente aquello que está presupuesto en lo dado, corremos el riesgo de sacrificar la radicalidad propia de la filosofía en beneficio de un prejuicio de la modernidad, tal como la subjetividad [16].

La ampliación de la idea de inmanencia desvirtúa, por tanto, el sentido originario de una "filosofía primera". Si ésta quiere instalarse en verdades absolutas que no estén mediadas por la aceptación de otras verdades, debería limitarse al análisis de lo que se nos da explícitamente de un modo inmediato y actual. Husserl piensa que estas verdades absolutas tienen que ser inmutables y necesarias, y posiblemente por ello se traslada desde la facticidad cambiante y caduca de nuestros actos hacia la subjetividad pura, pensando encontrar en ella algo necesario y siempre idéntico [17]. Pero al hacer esto abandona el ámbito de las verdades primeras y se hunde en el mundo de los presupuestos, donde instala su proyecto filosófico. En realidad, la idea de "subjetividad" resulta inadecuada para una filosofía radical, pues por más que se insista en que ella acompaña a todos nuestros actos, el término mismo sugiere la idea de algo que está más allá de los mismos, pues es el sujeto que los ejecuta. La verdadera fidelidad al proyecto inicial de la fenomenología hubiera consistido en permanecer aferrado a la facticidad de nuestros actos, sin desertar del devenir, pues justamente en el devenir es donde hemos encontrado las verdades absolutas y primeras.

 

4. El "realismo" transcendental

Muchos discípulos de Husserl no aceptaron esta conversión de la fenomenología en un idealismo transcendental, pues siempre encontraron problemática la idea, en el fondo kantiana, de un yo puro como presupuesto de todos nuestros actos. Vamos a referirnos a uno de estos discípulos para delimitar también frente a él los contenidos propios de una filosofía radical que, por ser tal, pueda aspirar a proporcionar una orientación de la praxis humana en el mundo, incluyendo en ella una fundamentación de todos los saberes y de todas las ciencias. Nos referimos al proyecto filosófico de Xavier Zubiri. A diferencia del idealismo transcendental de Husserl, la filosofía de Zubiri se constituye como un realismo transcendental. Ahora bien, como en el caso del idealismo fenomenológico, también el realismo de Zubiri tiene un sentido muy distinto del habitual en la historia de la filosofía. Por eso, él mismo prefirió hablar de "reísmo" y no de "realismo" [18]. Para entender esto, detengámonos brevemente en algunos caracteres de la filosofía de Zubiri.

Zubiri pretende realizar un análisis de nuestros actos, sin ir más allá de los mismos hacia sus condiciones de posibilidad. Por eso dice explícitamente que su estudio de los actos intelectivos es kath'enérgeian, y no katý d›namin. Esto significa, ya de entrada, no aceptar el presupuesto de ninguna subjetividad transcendental como polo unificador situado más allá de todos nuestros actos [19]. Aunque Zubiri atiende especialmente a los actos de aprehensión sensible, su análisis se puede extender, con las debidas correcciones, a todo todos los actos formalmente humanos. Esto no significa negar los aspectos personales que puedan aparecer en nuestros actos (lo que la filosofía moderna llama impropiamente el "yo empírico"), sino solamente aceptarlos en la medida en que se presentan en los mismos. Con ello Zubiri no hace otra cosa que ser fiel al ideal fenomenológico de atenerse radicalmente a lo dado, evitando incluir en ello ningún presupuesto. La filosofía, como hemos señalado, progresa justamente en esta forma, de manera que la auténtica realización del proyecto filosófico de Husserl no consiste en una repetición mecánica de su pensamiento, sino justamente en la búsqueda de una verdad primera criticando todos los presupuestos que nos llevan más allá de lo inmediatamente dado.

Con esto, Zubiri parece haber sencillamente regresado al segundo concepto de inmanencia: la inmanencia del acto junto con todos los aspectos de la cosa que están presentes o "actualizados" en ese acto. Ahora bien, Zubiri observa que en ese acto hay algo que la filosofía occidental ha pasado por alto, y que probablemente constituye su más importante contribución a la historia del pensamiento. Analicemos detenidamente las cosas que están actualizadas en nuestros actos, solamente en cuanto actualizadas, y sin pretender ninguna teoría más allá de los actos mismos. Las cosas, así consideradas, no constan solamente de un conjunto de propiedades sistemáticamente organizadas. Lo propio de nuestros actos es que las cosas, además, se actualizan en ellos como radicalmente "otras" respecto a los mismos. Se trata, ciertamente, de las cosas tal como están en nuestros actos. Pero en ellos, las cosas pretenden ser anteriores e independientes de todo acto. Esto es lo que Zubiri expresa dieciendo que las cosas se actualizan como siendo "de suyo", y no en función del acto. Incluso los contenidos de nuestros sueños y fantasías, aunque no existan más allá de nuestros actos, se presentan en nuestros actos de ensoñación y de imaginación como radicalmente distintas de ellos. Tan radical es esta alteridad, que las cosas, en nuestros actos, nos remiten a sí mismas, y no al acto respecto al cual son "otras" [20]. Para Zubiri, la filosofía tradicional se habría fijado solamente en las propiedades que las cosas presentan en nuestros actos, pero no en esta alteridad radical con la que toda cosa se actualiza. Ahora bien, esta alteridad radical es, según Zubiri, un carácter esencial de la experiencia humana en el mundo, y sin atender a ella no se podría estudiar correctamente ninguno de los grnades temas de la filosofía clásica.

Hasta aquí, el planteamiento de Zubiri resulta, a mi modo de ver, intachable. Sin embargo, las dificultades aparecen en el momento en que Zubiri utiliza el término "realidad" para referirse a esa alteridad radical con la que las cosas se presentan en nuestros actos. Para entender el uso de este término, hay que subrayar que, para Zubiri, la "realidad" no es otra cosa que esa alteridad radical con la que las cosas se actualizan en el acto de aprehensión. La "realidad" no designa, por tanto, la zona de cosas situadas más allá de nuestros actos, sino la manera en que las cosas se actualizan en los mismos. De ahí que la filosofía de Zubiri no pueda confundirse con ningún realismo clásico. Para Zubiri, la realidad es el modo según el cual las cosas quedan en nuestros actos como radicalmente distintas de los mismos. Por eso, él mismo ha indicado en alguna ocasión que el término más adecuado sería "reidad", y no realidad [21]. Justamente por ello, su filosofía no sería un realismo, sino solamente un "reísmo". Este "reísmo" zubiriano tendría un carácter "transcendental", justamente porque esa "realidad" con la que las cosas se actualizan en nuestros actos es un carácter que nos abre, desde cada cosa real actualizada en nuestros actos, a todas las demás cosas reales que hay, tanto en nuestros actos como más allá de los mismos, en el mundo. Todas ellas tendrían, además de un conjunto de propiedades en unidad sistemática, el carácter de algo que es "de suyo" con anterioridad e independencia de nuestros actos. De esta manera, el idealismo transcendental de Husserl podría ser ahora sustituido por un "reísmo" transcendental, cuya ocupación fundamental no sería describir la constitución del sentido de las cosas para una subjetividad transcendental, sino más bien analizar la "función transcendental" que desempeñan las cosas reales al constituir diversas formas y modos de realidad [22]. La filosofía primera ya no sería una filosofía de la conciencia, sino una filosofía de la realidad.

Si ahora revisamos atentamente lo que hemos expuesto hasta aquí, nos encontramos con una especie de anfibología en el término "realidad". Por una parte, la "realidad" designa la alteridad radical con la que las cosas se actualizan en nuestros actos. Pero, por otra parte, la "realidad" parece designar también las cosas tal como son con independencia de nuestros actos. Se trata, obviamente, del sentido usual del término realidad, tanto en el lenguaje filosófico como en el coloquial [23]. Algún intérprete de Zubiri, observando esta ambigüedad, ha sugerido distinguir entre "reidad" y "realidad". Mientras que la "reidad" se refiere al modo como las cosas se actualizan en nuestros actos, la "realidad" designaría a las cosas más allá de los mismos [24]. Ahora bien, probablmente esta distinción es justamente la que Zubiri quiso evitar al utilizar indistintamente en término "realidad". Para Zubiri, la realidad no es una zona de cosas, sino un carácter de toda cosa, tanto en la aprehensión más allá de la misma: "no se trata de un salto de lo percibido a lo real, sino de la realidad misma en su doble cara de aprehendida y de propia en sí misma" [25]. La realidad de las cosas en la aprehensión nos está remitiendo a la pregunta por lo que sean las coss con independencia de la misma. La realidad de la cosa en nuestros actos nos invita persistentemente a olvidarnos de nuestros actos y a sumergirnos en lo que las cosas reales sen más allá de los mismos. Por eso, la distinción entre "reidad" y "realidad" las convertiría a ambas en zonas de cosas, destruyendo la intención fundamental de la filosofía de Zubiri.

Ahora bien, la pregunta decisiva es si esa intención fundamental se puede mantener sin traicionar el proyecto de una fundamentación radical de todos los saberes en el contexto de una orientación de la vida humana a partir de un ámbito de verdades primeras y radicales. Probablemente, el joven Zubiri ya se acercó a la fenomenología con intenciones metafísicas que, de alguna manera, han seguido presentes en su proyecto filosófico a pesar de las grandes transformaciones que ha experimentado a lo largo de su evolución intelectual. Sea cual sea la interpretación definitiva de su pensamiento, es perfectamente legítimo y necesario señalar que en nuestros actos las cosas presentan una alteridad radical que nos remite a buscar lo que ellas sean más allá de nuestros actos. Muy distinto de esto es denominar "realidad" a esa alteridad radical, señalando que ella es un carácter común a todas las cosas, también más allá de nuestros actos. Se podría decir que también cuando pensamos en las cosas más allá de la aprehensión estamos realizando actos de pensamiento, y por lo tanto no habría ninguna ambigüedad en el uso del término "realidad", pues siempre nos estaríamos refiriendo al modo como las cosas se presentan en nuestros actos, aunque sean actos de pensamiento. Ahora bien, entonces habría que cuestionar el empleo del término realidad, incluso para referirnos a lo que hay más allá de nuestros actos. Más bien todo sería "reidad". Dicho en otros términos, no tendríamos más que la alteridad radical con la que las cosas se presentan en todos nuestros actos. El término "realidad" no se podría utilizar en el análisis de lo actualizado en nuestros actos, sino solamente para designar lo que pueda haber más allá de los mismos.

Ciertamente, en la alteridad con la que las cosas se presenta en nuestros actos está implicada la pregunta por su realidad más allá de los mismos. Tal vez se pudira decir legítimamente que en la alteridad radical está implicada la realidad. Pero, tal como hemos señalado a propósito de Husserl, la filosofía primera tiene que preguntarse solamente por lo que está expresa y actualmente presente en nuestros actos, y no por lo que está implícito en los mismos. De lo contrario, estaríamos pasando de nuestros actos a sus presupuestos, con lo que el proyecto de una filosofía como saber primero y radical habría sido nuevamente traicionado. De hecho, el término "realidad" presenta las mismas dificultades que el término "subjetividad": ambos entrañan constitutivamente la referencia a lo que está más allá de nuestros actos, ya sea el sujeto o las cosas reales. Por eso, tanto la "subjetividad" como la "realidad" resultan términos enormemente ambiguos y problemáticos cuando se emplean en un análisis que se quiere limitar metódicamente a la realidad primera de nuestros actos, y de todo lo que en ellos se presenta, pero solamente en la medida en que actualmente se presenta. Justamente por eso es menester mantener una distinción entre la alteridad radical que las cosas tienen en nuestros actos y la realidad de las cosas más allá de los mismos, como también es esencial distinguir entre los aspectos personales que se actualizan en nuestros actos ("yo empírico"), y un presunto sujeto transcendental más allá de los mismos.

Esta distinción presenta una primera ventaja, más superficial, que consiste en evitar la impresión de una embrieguez de realidades. En la terminología de Zubiri, todas las cosas actualizadas en nuestros actos, desde los números hasta los seres de ficción, tienen la misma realidad que las piedras [26]. No sólo que las piedras actualizadas en nuestros actos de aprehensión sensible, sino también la misma realidad que las piedras más allá de nuestros actos. Ciertamente, a lo inmanente pertenece la alteridad radical de las cosas en nuestros actos. Pero la distinción entre esta alteridad radical y la realidad transcendente a los actos cumple una función crítica respecto a toda atribución de realidad a aquello que solamente aparece en nuestros actos. Esta distinción crítica no es óbice para señalar que la alteridad es un carácter de todos los actos humanos, incluidos aquellos actos de pensamiento en los que pretendemos ir más allá de todo acto.

Ahora bien, la distinción entre la alteridad radical en nuestros actos y la realidad más allá de los mismos tiene otra ventaja más radical. Como hemos visto, ella nos mantiene en nuestros actos, liberándolos de todo presupuesto, por más que esté implicado en los mismos. Reconociendo la alteridad radical en nuestros actos, no estamos obligados a transcenderlos. De esta manera, la filosofía primera no adquiere el carácter de una filosofía de la subjetividad, ni el carácter de una filosofía de la realidad. La filosofía primera es y sigue siendo una filosofía de nuestros actos. Si nos quedamos en nuestros actos evitando todo presupuesto que nos arranque de los mismos, la filosofía como saber primero no puede adoptar la forma de un idealismo transcendental, pero tampoco la de un realismo transcendental. La filosofía primera consistirá más bien en lo que podríamos denominar una "praxeología transcendental". Podría pensarse que esta praxeología, separada del sujeto y de la realidad, está condenada a una vaciedad y una pobreza radical de contenido. Es lo que hemos de considerar a continuación.

 

5. La praxeología transcendental

La praxeología, como proyecto filosófico, comenzaría por mantener el ideal de una orientación de la praxis humana en el mundo, y de una fundamentación radical de todos los saberes. Obviamente, no estamos ante un ideal exclusivo de la fenomenología, sino ante una pretensión que caracteriza en buena medida la historia entera del pensamiento filosófico desde Sócrates. A la fenomenología le corresponde el mérito de haber impulsado este ideal en la filosofía del siglo XX. Por eso la praxeología puede interpertarse a sí misma como heredera de la fenomenología.

Para realizar ese viejo ideal filosófico, la praxeología tiene que determinar el ámbito de una verdad primera y radical. Solamente así puede la filosofía convertirse en un saber primero que no presuponga los demás saberes. Como la fenomenología, la praxeología entiende que esta verdad primera se encuentra en nuestros actos. Esto no lo sostiene en virtud de la autoridad de Husserl o de ningún otro pensador, sino simplemente en virtud de la verdad primera que poseen los actos mismos. A diferencia de las relidades percibidas, imaginadas, inteligidas o queridas, los actos de percepción, imaginación, intelección o volición constituyen verdades "absolutas" en el sentido de una inmediatez que no pende de ninguna otra verdad anterior. A la inmediatez de los actos pertenecen también las propiedades de las cosas que en ellos se actualizan, y en la medida en que se actualizan. Al actualizarse, las cosas quedan en nuestros actos como radicalemente "otras" respecto a los mismos. La alteridad radical de las cosas en los actos es un momento constitutivo de los actos que la praxeología ha de analizar. En cambio, de nuestro campo de análisis quedan excluidas todas las subjetividades y todas las realidades que puedan estar implicadas en nuestros actos por ser presupuestos de los mismos.

En este momento de nuestra investigación es esencial que determinemos qué es lo que entedemos por "acto". Ante todo hay que señalar que los actos no aparecen aquí para subrayar el carácter activo de un sujeto en su enfrentamiento con las realidades del mundo. Ciertamente, ésta es la perspectiva en la que las llamadas "filosofías de la praxis" abordaron el problema [27]. Pero aquí nos hemos situado en la perspectiva de una filosofía primera, prescindiendo metódicamente de toda afirmación sobre sujetos y sobre realidades. Al instalarnos en el nivel de los actos, renunciamos a la explicación científica o metafísica de los mismos desde instancias que están más allá de ellos, y se trate de sujetos que toman iniciativas sobre las realidades o de realidades que se imponen a los sujetos. Tanto el activismo como el pasivismo son explicaciones teóricas que desbordan el mero análisis de nuestros actos. Los actos tienen, por ello, un significado "neutral", del que hay que excluir toda idea de una activación y todas las construcciones metafísicas que la historia del pensamiento ha elaborado en torno a los actos [28]. Prescindimos, por ello, de toda idea de los actos como realización de unas potencias naturales o como determinación de un sujeto. En este sentido neutral podríamos hablar también de "vivencias". Sin embargo, este término tiene en castellano connotaciones de carácter afectivo e intimista. El término acto, en cambio, es más abierto y neutral, e incluye dentro de sí percepciones, voliciones, intelecciones, imaginaciones y afecciones.

Ahora bien, ¿qué es lo que caracteriza a esas percepciones, intelecciones, voliciones, imaginaciones y afecciones precisamente como actos? En realidad, ya lo hemos señalado anteriormente: todas ellas consisten en presentaciones de algo que se actualiza como radicalmente otro. Esta presentación no es el resultado de una deducción o de un razonamiento, sino que es una presentación inmediata. Lo que les confiere a las percepciones, intelecciones, afecciones, imaginaciones o voliciones su carácter de actos es que en todas ellas se actualizan inmediatamente las cosas en alteridad radical. Esta presentación o actualización tiene matices propio en cada uno de los actos. No es lo mismo una actualización afectiva que una actualización volitiva o que una actualización intelectiva. En estas actualizaciones, las cosas se presentan como radicalmente independientes de su actualización, remitiéndonos a la cosa misma e invitándonos al olvido de nuestros actos. Pero esta presentación tiene lugar en los actos mismos, dentro sus límites, con independencia de lo que las cosas sean más allá de ellos.

Podría pensarse que, circunscribiéndonos a los actos así entendidos, nos encontraremos con un torrente caótico de actos transcurriendo constantemente sin orden ni sosiego. No tendríamos ninguna subjetividad ni ninguna realidad en la que descansar a salvo del devenir constante de nuestros actos. Se trata de una imagen que ya aparece en la filosofía de Hume y que probablemente hoy sigue inclinando a muchos pensadores a buscar algún refugio metafísico en el que encontrar un puerto seguro más allá del constate fluir de nuestros actos. Que este refugio seguro se sitúe en la intersubjetividad lingüística, y no en la subjetividad husserliana, cambia poco en nuestro problema. En todos los casos estaríamos abandonando la facticidad en busca de una tierra firme y segura. Pero, aun si hacemos un esfuerzo por no desertar del torrente de los actos, se nos dirá esto no nos va a servir de mucho, pues difícilmente se podrá esperar de esta corriente heraclitea una orientación para la praxis humana en el mundo, y mucho menos una fundamentación de todos los saberes y de todas las ciencias.

Hay que constatar ciertamente una pluralidad enorme de actos. Cada cosa tiene su modo propio e irrepetible de actualización. No es igual la actualización de un libro que la actualización de una persona. Además, hay una pluralidad de tipos de actualizaciones, como son las voliciones, las intelecciones, las afecciones, las percepciones, etc. Es importante mantener enérgicamente esta pluralidad de las actualizaciones, sin pretender reducirlas todas ellas a un solo tipo o categoría. Así, por ejemplo, no podemos decir con Hume que todos los actos intelectivos tienen su origen en los actos de impresión [29], pues esto ya supone la elaboración de teorías psicológicas sobre la génesis de nuestras ideas. Desde el punto de vista de la filosofía primera, todos los actos, del tipo que sean, están en el mismo nivel de la verdad primera. Todos ellos son actualizaciones inmediatas en alteridad radical. Su mayor o menor intensidad no constituye ningún argumento válido para excluir a ciertos actos, como los de pensamiento, del nivel originario de la verdad primera. Cada acto y cada tipo de actos es digno de ser analizado detenidamente, en su riqueza múltiple y plural.

Por otra parte, es también adecuada la imagen del torrente heracliteo, pues los actos se encuentran en un perpetuo devenir. Cada acto es un "ahora" irrepetible en el que no nos podemos sumergir dos veces. En este sentido, los actos son plenametne "actuales". En su actualidad, cada acto está abierto a un "antes" y a un "después", y por tanto a otros actos anteriores y posteriores a él. La verdad primera de los actos no constituye un reino de esencias eternas y apodícticas. Más bien, cada acto es perfectamente temporáneo en el devenir de los continuos "ahoras" de actualizaciones siempre nuevas y plurales. Sin embargo, no hay razones para temer a este torrente y refugiarnos en alguna entidad metafísica que nos salve de la facticidad del devenir. Incluso si a este entidad metafísica se la denomina "vida", también estaremos huyendo del devenir fáctico de nuestros actos resguardándonos en algo que permanece más allá de los mismos [30]. La filosofía primera tienen que comenzar sumergiéndose en la multiplicidad y pluralidad del devenir de nuestros actos, pues allí nos esperan las múltiples riquezas de los actos mismos y de todo lo que en ellos se actualiza.

Sin embargo, este carácter dinámico y plural de nuestros actos no nos empuja a ahogarnos en una ciénaga caótica de la que no podamos esperar ninguna orientación. Por una parte, hay que subrayar que los actos, por más que sean irrepetibles, son analizables en su tipicidad. Aunque cada acto individual es irrepetible, los distintos tipos de actos (percepciones, intelecciones, voliciones, etc.) son repetibles y pueden ser, por ello, el objeto de un análisis minucioso. Así, por ejemplo, aunque mi percepción actual de este papel jamás se repetirá, puedo repetir otra percepción del mismo papel, semejante a la primera. De este modo, puede determinar, mediante el análisis de varios actos perceptivos, cuáles son los caracteres propios de la percepción. Obviamente, este tipo de análisis está siempre sujeto a una continua revisión y mejora, no sólo en los conceptos empleados, sino también en la determinación de los caracteres propios de cada tipo de actos. Todo análisis y toda evidencia es susceptible de perfeccionamiento. Donde no hay lugar para la mejora es allá donde no hay conceptos: en la verdad primera y simple de los actos mismos [31].

Por otra parte, la corriente de nuestros actos no se compone de mónadas aisladas. De hecho, nuestros actos se estructuran dando lugar a configuraciones que son perfectamente accesibles a nuestro análisis. Sin salir de los actos mismos y sin caer en explicaciones sobre su origen, podemos atender a las distintas estructuraciones de los actos entre sí. Sin prisa por hallar tierra firme a salvo del torrente heracliteo, la filosofía primera tiene que detenerse a estudiar estas estructuras. Sin duda, el análisis detallado de cada una de ella requiere estudios más prolijos de los que podemos ofrecer en estas páginas. Sin embargo, podemos adelantar brevemente cuáles son esas estructuras fundamentales:

a) Tenemos, en primer lugar, lo que podemos denominar "acciones" [32]. Las acciones son estructuras integradas por tres tipos de actos: los actos de aprehensión, los actos de afección y los actos de volición. Naturalmente, estos tipos de actos implican distintos movimientos musculares en cada caso. Sin embargo, aquí no nos interesa la teoría fisiológica de la acción, sino solamente su análisis como configuración concreta de nuestros actos. Por "aprehensión" entendemos la actualización de una cosa como un sistema de propiedades en alteridad radical respecto al acto aprehensivo mismo. Esta aprehensión suscita una modificación de nuestro tono vital (afección), y también un acto de respuesta respecto a la cosa aprehendida o respecto a otras cosas (volición). Es importante observar que la cosa aprehendida se actualiza en nuestras afecciones y deseos en la misma alteridad radical. Justamente por eso, la acción no consiste en un simple mecanismo de estímulos y respuestas. Entre los tres tipos de actos hay una relativa autonomía, de modo que nuestas afecciones y nuestas voliciones no están unívoca e inmediatamente determinadas por la índole de las cosas aprehendidas. Esta apertura de la acción tiene innumerables consecuencias para determinar en qué consiste en llamado "yo empírico" y cuál es su vinculación con los demás. Se trata de cuestiones en las que no podemos entrar en este momento.

b) La apertura de la acción está sin duda cargada de riquezas. Pero también en esa apertura consiste su precariedad: las acciones requieren ser orientadas. Esta orientación la proporciona un nuevo tipo de actos, que podemos llamar actos de entendimiento o actos "intencionales". No se trata de la intencionalidad de Brentano, sino de lo intencional en cuanto relativo al entendimiento. Los actos intencionales inteligen el sentido de la acción. El sentido no es otra cosa que la orientación que "fija" la apertura de la acción, convirtiéndola en una acción orientada. En este caso ya no tenemos propiamente acciones, sino "actuaciones" con un sentido determinado, tal como "leer" o "tomar café". Las actuaciones son acciones orientadas, esto es, acciones con sentido. El sentido que inteligen los actos intencionales determina cada uno de los actos de la acción, dándoles un carácter nuevo. Las aprehensiones con sentido son "percepciones", no ya de simples sistemas de propiedades, sino de "tazas", "sillas", "mesas". Se trata de sistemas de propiedades que, en alteridad radical, tienen un sentido respecto a nuestra actuación de "tomar café". Del mismo modo, los afectos con sentido son "emociones" y las voliciones orientadas son "deseos". La relación de las actuaciones con la socialidad y con el lenguaje presenta aspectos muy complejos que desbordan los límites de este trabajo.

c) Hay situaciones en las que nos encontramos con una pluralidad de posibles actuaciones concurrentes entre sí. En estas situaciones no nos limitamos a actuar con un determinado sentido, sino que tenemos que optar, apropiándonos una determinada posibilidad. A la apropiación de posibilidades la podemos denominar "actividad". En la actividad no nos limitamos a entender el sentido que orienta nuestra actuación, sino que tenemos que optar entre distintas orientaciones posibles. Esto nos exige llevar a cabo otro tipo de actos intelectivos, que llamamos actos de razón. Cuando nos apropiamos de una determinada posibilidad, no estamos solamente entendiendo el sentido de nuestra actuación, sino que estamos pensando lo que son las cosas con independencia de nuestros actos. Los actos racionales consisten justamente en buscar la realidad de las cosas más allá de nuestros actos. Con ello, nuestra actuación adquiere una dimensión nueva. El sentido que aparece en nuestros actos es ahora comprendido a la luz de aquello que hemos determinado como el fondo real de las cosas. En la actividad nos comportamos respecto a lo que consideramos que es la realidad de las cosas más allá de nuestros actos. Obviamente, muchos momentos fundamentales de la biografía y de la historia humana tienen no consisten solamente en acciones y actuaciones, sino también en actividades.

Con la actividad alcanzamos la estructuración más compleja de los actos humanos. Son los actos queriendo ir más allá de sí mismos, apropiándose posibilidades a la luz de la presunta realidad de las cosas que en ellos se actualizan. Las acciones, actuaciones y actividades son las tres estructuraciones fundamentales de los actos humanos. De este modo, es posible dar un sentido estricto al término "praxis" o "práctica". La praxis humana engloba tres tipos de estructuraciones de los actos humanos: las acciones, las actuaciones y las actividades. La praxis deja entonces de ser un concepto equívoco e indeterminado para comenzar a referirse a unos contenidos y a unas estructuraciones concretas que pueden ser analizadas en detalle. Obviamente, el concepto de praxis no se opone aquí al de entendimiento ni al de razón. Como hemos visto, tanto los actos intencionales como los actos racionales son ingredientes constitutivos de la praxis. Al análisis de las distintas estructuraciones de la praxis humana sin pretender ir más allá de nuestros actos lo denominamos praxeología. La praxeología es, en este sentido, una filosofía primera. Y es también una filosofía transcendental.

El carácter transcendental de la praxeología no estriba en que ella se ocupe de la transcendentalidad del sujeto o de la transcendentalidad de la realidad. La praxeología estudia las distintas configuraciones de los actos humanos. Al hacerlo, ella tiene que incluir en su campo de estudio las distintas actualizaciones de las cosas en cada uno de esos actos y en cada una de sus configuraciones. Por eso, todo lo real interesa a la praxeología, aunque solamente en la medida en que se actualiza en nuestros actos. Otras disciplinas, como las ciencias o la metafísica, pretender ir más allá de nuestros actos. La praxeología, en cambio, permanece en el nivel de nuestros actos. Sin embargo, éste es el nivel verdaderamente transcendental, al menos en un sentido: la praxis humana, en sus distintas estructuraciones, es la fuente última de todo nuestro contacto con las cosas y de todo nuestro conocimiento de ellas33 . Por eso, todas las afirmaciones sobre la subjetividad y sobre la realidad han de pasar por el filtro crítico de la praxeología. La filosofía primera es la praxeología transcendental.

De este modo, toda orientación de la praxis humana en el mundo y toda fundamentación de las ciencias (que es parte esencial de esa orientación) necesita una praxeología. Desde el punto de vista de la praxeología habría que enfrentar los grandes problemas relativos a la ética, a la filosofía social, a la epistemología de las ciencias naturales y sociales, a la teología, y a cualquier otra disciplina vinculada a la orientación de la praxis humana en el mundo. Ciertamente, la praxeología no puede orientar nuestra praxis sin contar con los conocimientos que nos proporcionan esos saberes. Pero esos saberes requieren una previa fundamentación que solamente se puede esperar de la praxeología. El desarrollo efectivo de semejante tarea constituye una labor ingente que probablemente sobrapasa los límites, no sólo de estas páginas, sino también de las capacidades de un solo pensador.

 

6. Conclusión

La praxeología, así concebida, recogería en su seno la herencia de la fenomenología, llevándola a un nuevo nivel de radicalidad. Probablemente, muchas dificultades clásicas de la filosofía fenomenológica, como las relativas al problema de la "intersubjetividad", pueden alcanzar desde una perspectiva praxeológica soluciones originales y novedosas. En cualquier caso, la praxeología como cumplimiento radical de la fenomenología podría mostrar las investigaciones filosóficas no consisten en la simple formulación de opiniones arbitrarias, sino que en ellas cabe un estricto progreso, si bien distinto al que se da en las ciencias. Es un progreso en continua radicalización.

La praxeología abre ante nosotros un campo inmenso de labores filosóficas. Obviamente, ella enlaza con otras muchas corrientes filosóficas interesadas en la praxis. Sin embargo, este enlace se produce desde el punto de vista de la filosofía primera. La praxeología no procede del pragmatismo, ni de la filosofía de la acción de Blondel, ni de las filosofías marxistas de la praxis. Tampoco procede, estrictamente hablando, de los contenidos concretos de la filosofía de Husserl, sino solamente de la radicalidad propia de esa filosofía, que no es otra que la radicalidad de cualquier filosofía anténticamente empeñada en la búsqueda de una orientación radical para la humanidad a partir de un saber primero, fundamentador de todos los demás saberes. Por eso, una praxeología como filosofía primera tiene que revisar todos los presupuestos que pueda haber en el pragmatismo, en la filosofía de la acción o en las filosofías marxistas de la praxis, incluidos los presupuestos voluntaristas o antiintelectualistas. La praxeología se interesa por todas las configuraciones de la praxis humana, tanto las activas como las pasivas, y por todos los actos que las integran, incluyendo los actos de entendimiento y de razón. La praxeología pretende por ello constituirse en una filosofía integral de la praxis.

Todo intento de filosofar tiene, sin duda alguna, mucho de inmodestia, sobre todo cuando la filosofía nos sitúa ante tareas tan ingentes como las aquí esbozadas. Sin embargo, quien se ha encontrado con problemas filosóficos y se ha sentido insatisfecho por las soluciones propuestas, tiene necesariamente que decir: ich kann nicht anders!

 

Notas

1 Cf. E. Husserl, Die Idee der Ph‰nomenologie. Fünf Vorlesungen, La Haya, 1973, pp. 21-26.

2 Cf. E. Husserl, ibid., pp. 35-36.

3 Cr. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, La Haya, 1973, pp. 159-171.

4 Sobre este punto puede verse J. San Martín, La fenomenología de Husserl como utopía de la razón, Barcelona, 1987, p. 62 y ss.

5 Cf. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, op. cit., p. 166.

6 Cf. E. Husserl, Logische Untersuchungen, La Haya, 1984, vol. 2, 1™ parte, p. 374.

7 Cf. E. Husserl, Grundprobleme der Ph‰nomenologie, op. cit., p. 155.

8 Cf. El Husserl, Ideen zu einer reinen Ph‰nomenologie und ph‰nomenologischen Philosophie (desde ahora, Ideen), vol. 1, La Haya, 1976, p. 123. Husserl cita expresamente a Kant en este pasaje.

9 Sobre la relación entre el kantismo y la fenomenología puede verse H. Holzhey, "Zu den Sachen selbst! Ðber das Verh‰ltnis von Ph‰nomenologie und Neukantismus", en M. Herzog y C. F. Graumann (eds.), Sinn und Erfahrung. Ph‰nomenologische Methoden in den Humanwissenschaften, Heidelberg, 1991, pp. 3-21. También puede verse J. San Martín, La fenomenología de Husserl como utopía de la razón, op. cit., pp 67-68.

10 Sobre el problema de la "constitución" puede verse E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., pp. 351 y ss.

11 Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 120. El subrayado es nuestro. Sobre el carácter del yo puro como presupuesto pueden verse también las pp. 119 y 121.

12 Cf. El Husserl, ibid., p. 124.

13 Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 3, La Haya, 1971, p. 152.

14 Cf. E. Husserl, Die Krisis der europ‰ischen Wissenschaften und die transzendentale Ph‰nomenologie, La Haya, 1976, pp. 1-17.

15 Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 51.

16 Sobre estos problemas puede verse D. Cruz Vélez, Filosofía sin supuestos. De Husserl a Heidegger, Buenos Aires, 1970.

17 Cf. E. Husserl, Ideen, vol. 1, op. cit., p. 123.

18 Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Madrid, 1984 (3™ ed.), p. 173.

19 Aunque Zubiri en Inteligencia sentiente (op. cit.) señala que el deslizamiento de Husserl hacia la subjetividad es un deslizamiento en el mismo acto (cf. p. 20), probablemente se refiere con ello a la interpretación de la misma fenomenología. De hecho, su exposición del problema (cf. p. 21) critica la presuposición de una conciencia situada más allá de los actos.

20 Cf. J. Bañón, "Zubiri hoy: tesis básicas sobre la realidad", en D. Gracia (ed.), Del sentido a la realidad. Estudios sobre la filosofía de Zubiri, Madrid, 1996, pp. 73-105, especialmente p. 98.

21 Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, op. cit., pp. 57-58.

22 Cf. X. Zubiri, ibid., pp. 124-125.

23 "Realis y realitas no son palabras antiguas: se inventaros como términos filosóficos en el siglo XIII, y el significado que intentaban expresar es perfectamente claro. Es real lo que tiene tales y cuales caracteres, independientemente de que alguien piense que los tiene o no", cf. C. S. Peirce, Collected Papers, Cambridge, Massachussets, 1931-1968, vol. 5, ß 430.

24 Cf. J. Bañón, "Reidad y campo en Zubiri", Revista agustiniana 34 (1993), pp. 241 y ss. También D. Gracia habla de dos conceptos de realidad, aunque no separables entre sí, cf. Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri, Barcelona, 1986, pp. 114-115.

25 X. Zubiri, Inteligencia sentiente, op. cit., p. 59.

26 Cf. X. Zubiri, Inteligencia y logos, Madrid, 1982, p. 134.

27 Una crítica el subjetivismo de las filosofías marxistas de la praxis puede verse en J. Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne. Zwˆlf Vorlesungen, Frankfurt, 1985, pp. 96-103.

28 Tal como propone el mismo E. Husserl, cf. Logische Untersuchungen, vol. 2, 1a parte, op. cit., p. 393.

29 Cf. D. Hume, A Treatise of Human Nature: Being an Attempt to Introduce the Experimental Method of Reasoning into Moral Subjects, Oxford, 1888, pp. 1-5.

30 Nuestro punto de vista tiene importantes coincidencias con la crítica que J. Ortega y Gasset realizó a la fenomenología, en nombre de la "ejecutividad". Sin embargo, transformar esa ejecutividad en "vida" imposibilita un análisis detenido de los actos y nos pone en una pendiente que lleva a una nueva entidad metafísica más alla de todo acto.

31 Este concepto de verdad lo he expuesto en mi trabajo sobre "El punto de partida de la filosofía", en la revista Realidad 46 (1996) 694-720.

32 Zubiri ha desarrollado un excelente análisis de las acciones, aunque al servicio de una antropología filosófica, cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid, 1986, pp. 11 y ss.

33 Una concepción semejante de lo transcendental, pero referida al sujeto, la encontramos en E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Ph‰nomenologie, op. cit., pp. 100-101.